Allá en Majibacoa, donde el central respira como un gigante dormido, algunas niñas nacen tocadas por la fe. Y cuando ponen sus manos sobre algo, aunque sea un geranio triste o un pequeño con fiebre, lo que tocan empieza a mejorar.
A Yulianela le pasó así desde pequeña. Su abuela materna, la que le enseñó a creer en Dios como quien aprende a caminar, decía que ella tenía un don:…
“Esta niña va para doctora, porque cura hasta con la mirada.”
Hoy esa predicción es verdad.
Viajó con ella intacta desde su noble municipio en la oriental provincia de Las Tunas hasta Haití.
En su primera misión, después de 14 meses de entrega, Yuly mezcla ciencia, fe y ternura sin que se note dónde empieza una y termina la otra.
—Doctora, ¿por qué cree que le tienen en tan alta estima?
Ella baja un poco la mirada, como si la humildad le pesara en las pestañas.
—Imagino que porque cumplo con las tareas, doy todo, y eso genera confianza, dice.
Aquí la llaman “Docte Yuly”, porque Yulianela Morales Pérez les parece un nombre muy largo para tanto cariño.
La nombran así desde su primer hospital en Anse-à-Veau, donde trabajó once meses. Allí lloraron cuando la trasladaron. Y ella también.
Ahora está en el Hospital Comunitario de Referencia Lasile, en el Departamento Nippes.
Trabaja en una consulta comunitaria que intenta reproducir, con orgullo y fidelidad, el Programa del Médico y la Enfermera de la Familia ideado por Fidel.
—Aquí hacemos lo mismo que en Cuba —explica—. Salimos al terreno, pesquisamos, educamos. La gente nos recibe con un amor inmenso.
Los haitianos lo dicen sin rodeos: “Los médicos cubanos son nuestros hermanos.”
El país que duele y enseña
Haití es un contraste constante. Aquí los niños van a la escuela desde los 3 años y les enseñan cuatro idiomas.
Hay personas de una inteligencia sorprendente, pero la mayoría carga la pobreza como un cielo muy pesado sobre los hombros.
—Lo que más disfruto es interactuar con ellos —cuenta Yuly—. Aprender todos los días. Sentir como agradecen.
Ofrece charlas educativas sobre fiebre tifoidea, paludismo, arbovirosis, VIH, sepsis vaginales, hipertensión, diabetes y los malos hábitos que les complican la vida.
La fe y la familia que la sostienen
La doctora Yuly no camina sola. La acompaña Dios y los buenos sentimientos de toda su familia.
Tiene dos hijos: uno de 15 y otro de 9.
Hace poco se enfermaron con un virus y ella vivió la impotencia desde la distancia.
—Es lo más duro de esta misión —confiesa—. No poder estar ahí cuando se enferman. Pero tenemos buena comunicación y sé que mis padres les cuidan con el mayor esmero del mundo.
Ellos soñaban con verla doctora, y les cumplió.
—¿Repetiría esta experiencia?
Su respuesta sale sin titubeos.
—Sí. A pesar de todo, es una experiencia maravillosa. Es una vida de sacrificio, pero es bella.
Incluso sueña con que alguno de sus hijos, tal vez el mayor, un día la acompañe en este camino de servir a otros.
Cuentan en Haití que cuando Docte Yuly pasa, el aire cambia de ritmo, como si reconociera a alguien capaz de ponerle orden a las heridas de toda la comunidad.
Y dicen que el día en que regrese a Majibacoa —esa tierra donde el ingenio respira y las abuelas son oráculos— aquí quedará su nombre flotando, como una bendición sobre los techos.
Porque basta escucharla hablar para saber que algunas personas no andan: acontecen. Y Yuly es de esas.





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